jueves, 3 de septiembre de 2015

LA DICTADURA DE LAS MINORIAS


   Cuenta la leyenda que durante un tiempo existió en el mundo un invento llamado democracia. Al parecer, el primer ejemplo de un sistema democrático lo encontraron en la Atenas del siglo V a. C. donde un tal Platón, primero, y un tal Aristóteles, después, realizaron una clasificación de las formas de gobierno dividida en tres tipos básicos: monarquía (gobierno de uno), aristocracia  (gobierno "de los mejores" para Platón, "de los menos", para Aristóteles) y democracia (gobierno "de la multitud" para Platón y "de los más", para Aristóteles).

   Así, según dicen los antiguos moradores de éste, nuestro país, hubo una vez en que nuestros antepasados, desarrollando estos pretéritos conceptos, adoptaron, en sentido estricto, la democracia como una forma de organización del Estado en la cual las decisiones colectivas se adoptaban por el pueblo mediante mecanismos de participación directa o indirecta que conferían legitimidad a sus representantes, mientras que en un sentido más amplio, la democracia fue entendida como una forma de convivencia social en la que los miembros vivieron libres e iguales y las relaciones sociales se establecieron de acuerdo a mecanismos pactados.

   De veras os digo, queridos leyentes, que me hubiera encantado poder saborear algo parecido.

   Y no. No me he vuelto loca. 

   Hablo bien cuando digo que me hubiera gustado vivirlo. Porque lo que tenemos hoy, 16 siglos después de aquellos sabios atenienses, no es una democracia.

   Por alguna extraña razón, bajo el nombre y la teoría, nuestros actuales congéneres, específicamente aquellos que andan y en muchos casos derivan por las izquierdas ideológicas, han impuesto una especie de veto oculto y secreto por el que las mayorías, cuando provienen de la orilla derecha de las aguas, no son legítimas y por tanto ni son demócratas ni se han de respetar.

   Mantengo que esto es así en un 99'9 % de las ocasiones. El 0'1 % restante, no tiene que ver con ideologías, pero con reservas. 

   Que España es mayoritariamente católica (según el organismo oficial C.I.S en su publicación de Marzo de 2015 habla de un 71'8%, frente a un 2'0% que profesa otras religiones), da igual. Merece más respeto ese 2% de la población que el 72%. Que ciudades, pueblos y comunidades votan mayoritariamente opciones conservadoras, no importa. Antes muertos que respetar a dirigentes de centro derecha. Que por ejemplo, en mi santa tierra, hay un irrisorio porcentaje (siendo en exceso generosa) del 0'5% de desviados que abogan por renegar de nuestra historia y nuestros propios logros, se ignora. Y se cambian letras de nuestro Himno o se cambian nuestras banderas. 

   Ejemplos nimios los expuestos, vivimos la tiranía de lo políticamente correcto, siendo esto establecido no se sabe por quién, ni dónde, ni en base a qué. 

   En esta puta realidad, no importa lo que tu seas, pienses o creas. No cuenta que estés documentado, leído y estudiado. No vale que tengas principios y seas consciente de lo que objetivamente es factible y de lo que no. Si te sales de la norma, si vistes distinto, si hablas distinto, si opinas y lo haces d forma incorrecta según lo políticamente establecido, eres un paria digno del oprobio y el destierro.

   En estos días, has de pertenecer a una minoría anaranjada, bermella o púrpura y tienes asegurado el éxito en tus propósitos. Por muy descabellados que sean.

   Y mientras, las mayorías callamos y nos dejamos oprimir. Permitimos que las minorías reclamen sus tratos de favor, escondidos tras la inventada expresión "discriminación positiva", y nos impongan tesis y reclamaciones sin verdadero fuste ni suficientes apoyos. 

   Siempre me gustó ir a mi aire, sin seguir modas o unirme a manadas borreguiles que solamente hacen cosas porque las hacen los demás. Pero me temo que tendré que ir cambiando esa percepción. Ahora la moda es pertenecer a facciones tiránicas. 

   Así que tendré que buscar mi mayoría para seguir luchando contra las dictaduras.